El régimen de visitas era “otra forma de tortura”. “Al principio estuve tres meses sin ver a nadie. Luego, dos meses, un mes, 40 días; la manera en la que las organizaban era muy errático”.
Huelga decir que todas esas medidas carcelarias están prohibidas por las convenciones internacionales de derechos humanos. “Aunque lo más terrible”, admite Téllez, “era el aislamiento. Las mujeres que estábamos en El Chipote estábamos todas aisladas. Ellas, en otra galería, pero Ana Margarita [Vijil], Tamara [Dávila], Suyén [Barahona] y yo estuvimos siempre en ese régimen. A los hombres nunca los tenían más de dos meses así”. ¿Por qué esa diferencia? Ante la pregunta, Téllez hace el gesto mudo de disparar un fusil. “Cariño especial”, bromea. “Eso es el odio visceral hacia las mujeres de los Ortega-Murillo”.
La disciplina que adquirió en sus años como guerrillera, que le dieron fama mundial cuando Gabriel García Márquez la inmortalizó en su crónica Asalto al Palacio, sobre el legendario acto de resistencia a la dictadura de Somoza en 1978, le sirvieron para afrontar el cautiverio. Ahí dentro le ayudaba también pensar en “la resistencia cotidiana”. “Sabía que tenía que aguantar, era mi manera de derrotar a Ortega cada día. Cada día que no me lesionaba mentalmente, cada día que no defecaba en la celda. Que no me ahorcaba. Cada vez que tuve entrevistas e interrogatorios se lo dije clarito y pelado a los funcionarios. Esto está pensado para acabar con nosotros mental y emocionalmente. ‘¿Y ustedes qué es lo que quieren?’, les decía. Están buscando que me ahorque con los barrotes”.
Téllez detalla a continuación la lista de efectos que el régimen de aislamiento puede tener sobre la salud. Es una lista basada en su experiencia: “Trastornos de ansiedad, profundos trastornos de sueño (aunque yo me duermo a placer), trastorno para defecar, trastornos alimenticios, enfermedades de la piel, migrañas, problemas de pigmentación, pérdida de dientes, pérdida de visión, pérdida de equilibrio. Ahora debo andarme con cuidado, si me voy de un lado puedo acabar en el suelo”.
Uno de los peores momentos del cautiverio llegó durante la noche en la que su excompañero de armas, el Comandante Uno, el general retirado Hugo Torres, tuvo una recaída en su celda, la número seis, en el extremo opuesto del pasillo. “Oí la bulla y me asomé a los barrotes; vi un movimiento de los oficiales”, recuerda ella. “Alguien corría. Abrieron la celda y un oficial algo corpulento, joven, salía cargando a Hugo. Me di cuenta que eso no era un desmayo, que era otra cosa: el brazo izquierdo estaba exánime…”, narra Téllez. Al rato devolvieron a Torres a su celda. Después, no le brindaron atención médica necesaria en El Chipote, y volvió a recaer. Fue trasladado a un hospital, donde murió. Aquel, dice Téllez, fue un golpe tremendo.
Cuando el miércoles la avisaron para que se apurara y se quitara el uniforme azul de presa, al principio pensó que tal vez la estaban preparando para una entrevista. Luego, cuando fueron pasando las horas, empezó a sospechar: “Nos sacaron a la 1.30, ahí ya descarté el resto de los motivos: nos echaban del país. No sabía si a México, Colombia o Estados Unidos”.
En Washington se pudo reunir finalmente con su pareja, que también ha cumplido condena. “El día de la detención me dio un poco risa cuando los vi entrar [a los policías enviados a apresarlas]. Venían con los AK [por los fusiles de asalto AK-47], chalecos antibalas, botando puertas, en posición de combate. Allí estábamos tranquilamente, esperándolos, con nuestros perritos. Fue todo una fantasía: la fantasía de los que tienen miedo. Una agente me empujó, pero no emplearon más violencia”.
Una vez en Estados Unidos, dice que planea continuar en la lucha desde este lado del mundo. “Ortega pensó que nos iba a doblegar, pero no hubo una sola persona presa que pidiera perdón. Resistimos todos. Toca reorganizarnos y seguir peleando. Yo voy a regresar a Nicaragua, no sé cuándo, pero voy a hacerlo, y a recuperar todas las libertades.